MUJER EN NEGRO
Miro la caja de madera astillada, orlada de conchas de nácar y pequeñas caracolas. Enmarcan un paisaje lejano y exótico de canales húmedos y colores difuminados, como un Canaletto. La abro y en su interior aparecen los objetos con la pátina de otro tiempo. Fotos en blanco y negro y en sepia, que comban sus bordes rígidos, postales con letra emborronada, estampas de vírgenes de mirada dulce y fondos azules, un collar de piedras azabaches, con su cierre en plata vieja, un broche roto de perlas caídas y ya opacas incrustradas en metal sobredorado, un relicario de tela cuya imagen no se distingue, papeles plegados. Tomo las fotos viejas y veo a María. Está de pie en el centro de un jardín cuidado, rodeada de cuatro niños vestidos como muñecas. Volantes y grandes lazos en el pelo rizado. Ella posa con su vestido negro y su delantal de tira bordada. Puede ser una cofia lo que lleva en la cabeza. Es la criada de esos niños. Todos miran tristes, serios a la cámara. Como si los hubieran sacado de un inmenso tedio para posar en el jardín donde la jaula brillante del fondo atrapa el canto de pájaros inquietos. María tiene esa seriedad rígida del que espera algo que está por llegar, del que no está en ninguna parte, o está en otra parte.
Yo la veo, de la misma manera, al atardecer de infinitas tardes a la puerta de su breve casa de adobe y tierra apisonada. Dos habitaciones, una el dormitorio, otra, todo lo demás. Ella espera junto a la puerta, después de la jornada en el campo, que ya empieza a abrasar al mediodía. Pero las tardes son frías todavía y a veces llovizna. La niña llora dentro. La coge entre sus sábanas, arrima una silla al muro, y se sienta, soñolienta, a esperar, mirando hacia los surcos embarrados del camino, que empieza a reverdecer por los lados. Lleva ya dos semanas sentada ahí con su bebé fajado, desde el día siguiente al que escuchó el parte en la radio de su hermana, desde el 2 de abril. La toquilla de la niña la sacó del hilo de sus sábanas de novia. La adornó, pacientemente, con los encajes que tejió mientras estaba preñada. La tela arrebujada, que se mueve levemente, sólo a veces, contrasta su blancura hiriente con la del luto perenne de sus ropas. Ahora ya no espera la silueta. Espera al cartero, que viene cada tarde en la bicicleta, a trompicones por los montones de tierra escarbada. Cuando pasa junto a ella, la mira de soslayo e inclina un poco la cabeza de lado a lado. Ella suspira muy hacia dentro y se agarra la niña, que empieza a lloriquear como un gato, al pecho.
Ella mira sin quererlo a las ruedas de la bicicleta. Ve el giro pausado de los radios abandonados en la cuneta. Cuando llegaron, meses atrás, al encuentro del golpe y el grito sólo hallaron el girar de las ruedas mojadas y el cuerpo de su cuñado en medio de un charco de sangre en un lado del camino. Un accidente, tras el remonte de los eucaliptales. Él yacía solo, como bebiendo su sangre. El motivo del golpe, del accidente no aparecía por ninguna parte. Un vecino le dijo días más tarde a su hermana que vio cómo se alejaba una cosechadora por el camino de los eucaliptos. Pero nadie supo de dónde salió ni de quién era. Nadie tampoco preguntó nada. Ella, agarrándose el vientre abultado, ayudó a su hermana a amortajar el cadáver en el centro de la sala, mientras sus cinco sobrinos la rodeaban en silencio. María se llevó a la pequeña de la mano, al canal cercano y metieron sus pies en la corriente. Allí le contó historias de cuando ella era pequeña y le ahogó el llanto con el sabor de unas fresas.
Desde entonces vuelve a vestir de negro. No recuerda ya la época de los vestidos blancos. Sí recuerda el primer lazo de crespón negro que le pusieron en la cabeza, junto con una especie de saco oscuro y desgastado como vestido que le caía enorme sobre los pies diminutos. Recuerda el lazo y recuerda el blanco luminoso del camisón de su madre, tendida sobre la mesa de pino de la cocina. Los rizos largos de su madre caían a los lados, sus manos estaban unidas sobre el pecho, y corría un pequeño reguero de sangre por entre las estrías de la madera. A su lado, dos pequeñas cajitas enclaustraban los minúsculos cuerpos de dos recién nacidos. Mamá se puso mala cuando traía a tus hermanas al mundo, le dijo su tía mientras la peinaba. El Señor se las llevó a las tres juntas para que no se separaran. ¿Y por qué se separa de nosotros, tía? ¿Quiere más a las gemelas? No, mi vida, es que son más pequeñas que tú y tiene que cuidar de ellas. Tú tienes a tu padre para que cuide de ti y de tus hermanas. Acababa de cumplir cuatro años y es el único recuerdo de su madre, además de su voz acogedora y sus manos ágiles. Durante muchos años después siguió viéndola, cuando entraba a la cocina a hurtadillas, sobre la mesa de pino. Se paraba en el quicio de la puerta y observaba sus hermosas manos blancas, su pelo brillante. Ella le sonreía, le agradecía que viniera a verla. Sabía que no se olvidaba de ella, aunque cuidara en algún sitio de las gemelas, porque eran tan pequeñas, mucho más pequeñas que ella, que María, que era fuerte y dura como el pino de la mesa.
A María le gustaba levantarse al amanecer y subir al monte con los animales, acompañando a su padre. Su padre era enorme y silencioso, pero a veces pasaban la noche de verano al raso, y él le contaba quedamente historias de su madre cuando era joven, cuando se conocieron allá en la ciudad. Sus hermanas mayores se quedaban, limpiando, cocinando, mirando pasar el tiempo abajo en el pueblo, en la casa, mientras que la más pequeña iba al colegio de monjas y venía los domingos de visita. Ella se sentía libre y afortunada por poder recordar a su madre y tener para sí a su padre, allí en medio del campo húmedo y el canto de los grillos. Aunque su padre a veces pasara días sin hablar, jugando con la hoja del cuchillo en la madera y mirando hacia muy lejos.
Como mira ella ahora, recostada junto a la puerta. Mira y espera. Han ido llegando algunos hombres, mudos. Sus mujeres se abrazaron a ellos con desesperación y alivio. Pero la silueta de quien ella espera no llega, tampoco llega su carta. Piensa que tendrá, tarde o temprano que faltar al trabajo. Ir andando hasta el pueblo, coger el autobús a la ciudad y buscar a alguien que le explique. No sabe adónde tiene que ir, preguntará. A Capitanía General, le dice su hermana, mientras le prepara un pañuelo con algo de fruta, queso y pan, para el viaje. Deja aquí a la niña, le dice. Pero ella niega con la cabeza. La llevará en su regazo. Si lo encuentra quiere que sea lo primero que él vea, sus manos regordetas y sus ojos jaspeados de verde intenso, tan iguales a los de él. Fue lo último que vio cuando, en el permiso de Navidad, se despidieron en el andén abarrotado de la ciudad. Él reía sin parar acariciando las manitas arrugadas que intentaban atrapar el borlón de su gorra de soldado. Es preciosa, bonita como una muñeca de porcelana, ¿eh María? María miraba las manos de él, jugueteando, sus hombros fuertes, sus ojos burlones y algo soñadores y apretaba con fuerza el pañuelo dentro del bolsillo de su abrigo. Se clavaba las uñas a través de la tela y contemplaba a su marido fijamente, para llevarlo consigo cuando volviera sola. Es cuestión de meses, no te preocupes. Cuida de nuestra muñequita. La besó en la frente y subió de un salto al tren.
En el autobús va arrullando a la niña con el traqueteo. Le susurra en voz baja para que no la despierten los gritos, la charla de los que van a la ciudad. Cuando llega camina y pregunta, una y otra vez. Se sienta a mediodía en el banco de un parque a comer algo mientras su hija mama. Ya hay flores en los jardines. Ella sonríe. Esa primavera cálida no puede significar nada malo. Ella es fuerte, como un pino, y se levanta con resolución en busca de las oficinas.
Mientras camina, aspira hasta el fondo el aroma de los jardines recién regados. Es el mismo olor que le llegó al atardecer de sus siete años. Trajinaba con el cazo de hojalata, que le quemaba los dedos con el café hirviendo para su padre. Su manaza le apretó, de repente el pequeño brazo. Ella le miró con sorpresa y vio su cara angulosa desquiciada por el dolor. Baja al pueblo, María, rápido. Él se apretaba con violencia el costado mientras se quebraba en dos. Busca al médico, tengo aquí algo, resopló. La niña corrió veloz ladera abajo. El pulso le oprimía las sienes y el olor amargo de las margaritas le picaba en la nariz. Corrió todo lo que pudo, sin aliento, sin tregua. Cuando al anochecer bajaban a hombros entre tres hombres del pueblo a su padre, el médico le acarició la cabeza y la miró compasivamente. Esa noche, su tía volvió a peinarla con el gran lazo, mientras sus hermanas mayores encendían los velones alrededor del cadáver. Ahora las flores olían a cera y ella miraba desde la silla la sombra de su padre recortada en la pared del comedor. La despertaron con una sacudida, al amanecer, mientras resonaba una campana incesante. Las cuatro hermanas, unidas de la mano, arrastraron los pies lentamente, cabizbajas hacia la iglesia. Caminaban solas entre las quejas del campanario y el aullido melancólico de los perros.
Ahora María no oye a los perros. En la ciudad no aúllan de esa manera, será porque los silencia el ruido del tráfico y el trajín de los vendedores. Le señalan un edificio majestuoso y entra. Se pierde y trastabillea entre los recovecos de pasillos y escaleras interminables. Pero pregunta, y pregunta. La dirige, un hombre reseco y verdoso, a una mesa inmensa llena de papeles, con un militar gordo detrás. Ella le dice su nombre, su origen, dónde estaba destinado. El hombre, resoplando, desordena papeles, la mira con hastío. Se levanta. Se marcha. Vuelve con un paquete que arroja sobre la mesa. Se pone a escribir en la máquina, saca el papel, lo firma y sella, y se lo entrega lentamente. Después, le da el paquete, mientras ella sostiene en pie la carta abierta en las manos que tiemblan. No sé leer, le dice al hombre de los galones. Contrariado, llama al hombre de negro encorvado que ella vio primero. Le lee la carta y antes de que llegue al final, María se desploma como un fardo pesado, con un golpe sordo. La niña cae sobre ella y rompe a llorar a gritos. Cuando despierta, al fin la han sentado en una silla de oficina y una mujer con gafas y traje sastre desgastado sostiene a la pequeña. Mujer, que ha podido aplastar a su hija, le dice el gordo. Entre la niebla de sus ojos María dice ronca: ¿en el tren? ¿ se tiró? No, ¿cómo iba a tirarse, si la guerra ha terminado? Usted sabrá los problemas que tendría, vaya usted a saber, dice la voz indiferente. Coja sus cosas, dice, señalando al paquete y márchese, que aquí hay mucho trabajo, señora. María, como en un tiovivo, ve pasar las cosas dando vueltas. Le arrebata sin fuerza la niña a la mujer del traje y baja las escaleras inmensas con el paquete bajo el brazo y la carta en el bolsillo de la chaqueta.
Cuando llega al parque, se sienta en el mismo banco. Abre el paquete y ve varias cartas franquedas con la letra de su marido, su ropa de civil doblada y mustia, su reloj parado y su alianza de estaño. Del bolsillo saca un paquete de tabaco. Le falta un cigarrillo. El último que fumó.
Lo ve, años atrás, joven y robusto, tan alto, cuando hicieron el viaje de novios a la ciudad vecina para saludar a la familia, esperando junto a ella en el andén, nervioso, contento. Rebuscaba algo en los bolsillos y no lo encontraba. Se volvió rápido a la cantina de la estación a comprar tabaco. El tren empezó a pitar y María subió sola con el corazón acelerado mientras le hacía señales desesperadas con la mano. Él salió corriendo y saltó, sonriendo, al tren ya en marcha. Ella, casi sollozante y enfadada, se abrazó a su espalda.
María mira el paquete al que le falta un solo cigarrillo. Escucha el pitido ensordecedor y ve cómo la negra máquina se pone en marcha. Él corre tras el tren, trata de alcanzarlo, tropieza y cae. Así tuvo que ser. Saca del otro bolsillo la foto de la niña dormida en los brazos de ella. La huele, sonríe. Las lágrimas, silenciosas, empiezan a caer sobre la toca de la niña. La mujer de gris pasa a su lado. Cuando la ve, se detiene. No crea lo que le han dicho, le dice en susurro. Dicen que no hay dinero para las viudas, así lo arreglan. Tiene unos ojos preciosos su niña. Márchese a su casa, mujer, y le aprieta el hombro.
Cierro la caja de las conchas. Desdoblo el papel, fechado el 2 de abril de 1939. Entre sus dobleces rasgados leo el falso certificado. Veo a María, mi abuela, caminando bajo la lluvia primaveral hacia la parada de autobús, con el paquete bajo el brazo, la cajetilla de tabaco encerrada en un bolsillo y la niña de seis meses, mi madre, apretada contra el pecho. Enciendo un cigarrillo y me parece oír el silbido de un tren lejano, de otro lugar y otro tiempo. Veo el fulgor de unos hermosos ojos verdes, alegres y soñadores, que me miran desde el fondo de la fotografía acartonada.