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miércoles, 26 de diciembre de 2012

Sitôt qu'on le touche, il résonne (XXXVIII): Sugar Baby Love.




La otra noche se presentó en mi cuarto el fantasma de Charles Dickens, célebre escritor inglés, al que reconocí por ser igualito que el Charles Dickens que aparece en la cubierta del Historia de la Literatura Inglesa de W.J. Entwistle y E. Gillett, de la colección Breviarios del Fondo de Cultura Económica (sin este detalle jamás lo hubiese reconocido).


"Antes de que amanezca te visitará el fantasma de las Navidades pasadas"- Me dijo, solemne.

Entonces volví a quedarme profundamente dormido. Pero poco después soñé que estaba correteando por la casa de mis jóvenes padres en busca de mis juguetes. Mientras en la radio sonaba el Sugar Baby Love de The Rubettes.


A Christmas Carol' 74.




viernes, 23 de noviembre de 2012

La madeja y el do: Apocalipsis de lo sevillanio.


Cubierta no oficial de la re-edición no autorizada de La madeja y el do (Ediciones El Estili(s)ta) [O de cómo si el Rey San Fernando levanta la cabeza y ve el panorama, le pega unos buenos espadazos al NO del NO8DO]

Sepan que barajamos, al menos, tres subtítulos posibles para esta reseña: -El apocalipsis de lo sevillanio (finalmente el elegido) -La Sevilla usurpada (quedaba demasiado solemne) -Si el Santo levantara la cabeza (de chirigota de las buenas)

En Ediciones El Estili(s)ta hemos decidido lanzar esta re-edición no autorizada de La madeja y el Do, aprovechando hoy la solemne festividad del día de San Clemente. Este 23 de Noviembre de 2012, como aquel otro 23 de Noviembre de 1248 de hace ya 764 años, en el que capitulaba la Isbilia musulmana ante las tropas conquistadoras del rey cristiano Fernando III.

A Jean Christophe García-Baquero Lavezzi lo primero que hay que decirle es que es un valiente (por algo tiene un antepasado torero). La madeja y el do era su primer libro, y con él no tenía mucho afán de agradar al personal precisamente, sino más bien todo lo contrario. Y le dio un intencionado sentido a su obra, hace ya algunos añitos, para mostrarnos la insoportable decadencia en la que está estancada la ciudad de Sevilla y que también, de alguna forma u otra, nos impregna a todos sus habitantes. A esto lo llamó "tedio", para ser benévolo con sus paisanos y no darnos demasiada caña. Su libro está configurado con capítulos independientes y paralelos donde se narran dos historias, pero además, entre estas historias está intercalada una épica crónica de la conquista de Sevilla por parte de las tropas cristianas en aquel año de 1248. Así, de la neblina del río que envuelve el campamento del rey santo y de la tensa calma que antecede al ataque, pasamos a los aburrimientos existenciales de sus dos protagonistas masculinos, que deambulan por las calles de una ciudad tranquila, abandonada en parte por sus habitantes que han aprovechado los primeros días de verano para marcharse a las playas.
He de decir que devoré este libro de una sentada y que me vi, para bien y para mal, reflejado en muchas de sus páginas, donde describía de forma honesta los monótonos días de una generación de jóvenes sevillanos que compartimos ciudad y algunas otras cosas en común.

Porque cuando los supuestos guardianes de la sevillanía han convertido la expresión: "ha sido muy sevillano" en un auténtico sinónimo de que ese algo "ha sido un pestiñazo", es que hay algo aquí que no va. En realidad, como bien distingue nuestro Jean Christophe García-Baquero lo que quieren decir es otra cosa bien distinta. Ellos quieren decir: "Ha sido un pregón muy sevillanio" o "es un cartel muy sevillanio" o "ha sido un acto muy sevillanio". Porque lo sevillanio es lo contrario a lo sevillano, lo sevillanio es lo sevillano ya manido o desustanciado de tanto usarlo. Encima, ocurre que los defensores de estos modelos repetidos hasta el hartazgo, reaccionan ante cualquier posibilidad de crítica (porque la autocrítica aquí es un imposible) para protegerse a sí mismos y a sus amigos, y no dudan en escudarse en el corazón, la verdad, o la intención de los que perpetúan estas empalagosas sevillaniadas, como si esos autores tan sevillanios les sirviesen de verdaderos escudos humanos ante cualquier insinuación crítica: "no cabe duda que le ha salido del corazón", "lo ha hecho de corazón"  "no se le puede negar que ha puesto todo su corazón"... y así, una y otra vez, y siempre ocurre lo mismo.

De todas las logradas páginas de La madeja y el do me quedaría, sin duda, con la genialidad de esa ensoñación final, de ceremonial cefalomántico en las ruinas de la vieja Itálica donde se narra la visión de un apocalipsis de lo sevillanio (por el bien de la ciudad y el de sus habitantes). Señales premonitorias cargadas de significación que ocurrirán por los rincones más entrañables de nuestra urbe, y sucederán luego estos episodios como si de plagas bíblicas se tratase, hasta el propio despertar de nuestro Santo Patrón el Rey San Fernando que tanto había luchado por su amada ciudad. El Rey despierta y borra el NO del NO8DO y, enmendando el jeroglífico de su hijo, del "No me ha deja Do" resulta ahora el 8DO "me ha deja Do", porque no reconoce a su ciudad en decadencia. Ese apocalipsis tiene algo de mezcla de esperpento y greguería que me recuerda al Gómez de la Serna de El Secreto del Acueducto. Su autor hace alusión a su lectura de El capirote de Grosso que le sirve de estilo. Sus propios personajes leen el entrañable cinismo de Houellebecq. Alguna acertada crítica de La madeja invoca incluso el espíritu de Joyce. 

".... ningún sevillano saldrá a la calle en una semana. Permanecerán en sus casas, reflexionando sobre todas las plagas. Tomarán de nuevo conciencia de la palabra reflexionada, de la lectura, del recogimiento, de los vínculos personales sinceros. Algunos comprenderán el gesto de San Fernando. Comprenderán que algunos sevillanos habían abandonado su ciudad al ejercer de manera tan excesiva su condición de tales, viciando su verdadera naturaleza." 

Enhorabuena a Jean Christophe García Baquero Lavezzi por la originalidad de su libro y por la intención con la que fue escrito. Toda la problemática sobre la que trata está hoy más vigente que nunca; la ciudad presa de sí misma, sus instituciones de los poderes que las controlan y utilizan, sus gentes de sus instituciones y, cómo no, de sí mismas. Resulta muy curioso que el autor, desde la modernidad, recurre a la búsqueda de cierta esencia histórica para enmendar esta enquistada situación (el año cero de la Sevilla reconquistada), historia que el tradicionalismo más básico desconoce, usurpa y malinterpreta.
Por mi parte, intentaré aplicarme el cuento (aunque no sé si lograré cambiar a mejor... quizá sea demasiado tarde para mí...jajaja). 


La madeja y el do (Deculturas, 2009)Esta obra fue finalista del Premio Ateneo joven 2007, entiendo que después pasase casi inadvertida. Lo comprendo perfectamente. A nadie le gusta verse retratado, que diría mi abuela.  


domingo, 11 de noviembre de 2012

Eloy Fernández Porta: "A lo largo de la Dorsal Atlántica"



Genial.


"... su atlético verso aliterativo (más eficaz cuando se lee en voz alta o se canta) reviste una forma bien definida con un ritmo elástico..."  (Historia de la Literatura Inglesa. Entwistle y Gillett. Frag. "Antes de Chaucer")


lunes, 29 de octubre de 2012

jueves, 27 de septiembre de 2012

Tened compasión de mí, al menos vosotros mis seguidores blogueros (XV): Elías Canetti.





 "En una calle lateral, no muy lejos de las oficinas de Google en llamas, aunque sí algo apartada, había un hombre que, distanciándose muy claramente de la masa y con los brazos en alto, palmoteaba, desesperado, sobre su cabeza, sin dejar de gritar en tono lastimero. "¡Los blogs se queman! ¡Todos los blogs!" -"¡Por suerte no son hombres!", le dije yo, pero mis palabras no le interesaron: sólo tenía en mente los blogs. Pensé que tal vez tuviera algo que ver con esos blogs, que quizá trabajase en el Archivo. Era incosolable y, pese a la situación, lo encontré divertido. Pero al mismo tiempo me irritó. "¡Han matado gente a tiros!", le dije furibundo, "¡y usted habla de los blogs!". Él me miró como si yo no existiera y repitió, entre lamentos: "¡Los blogs se queman! ¡Todos los blogs!"  

Elías Canetti




















 -¿Qué haces aquí, muchacho? 
-Nada. 
-Entonces, ¿por qué te quedas parado?
-Porque... 
-¿Sabes blogear?
-Pues sí. 
-¿Cuántos años tienes? 
-Cuatro cumplidos. 
-¿Qué preferirías: un chocolate o un blog?
-Un blog.
-¿De veras? Estupendo. ¿Así que por eso estás aquí? 
-Sí. 
-¿Por qué no me lo dijiste antes? 
-Mi papá me regaña.
....
[Elías Canetti, Auto de fe (blog version)]

jueves, 20 de septiembre de 2012

Sitôt qu'on le touche, il résonne (XXXVI): Aprenda Alemán en 7 días.




  Worüber wollen Sie ... wollen Sie sprechen? ¿De qué quiere usted ... quiere usted hablar? Fahren Sie mit Fritz oder fahren Sie mit Dora? ¿Viaja usted con Fritz o va usted con Dora? Studieren Sie oder arbeiten Sie? ¿Estudia usted o trabaja? Fahren Sie mit Fritz oder fahren Sie mit Dora? ¿Viaja usted con Fritz o va usted con Dora? Aprenda alemán en siete días, aprenda alemán en siete días, aprenda alemán en siete días, aprenda alemán en siete días. Ein, zwei, drei, vier, fünf, sechs, sieben ...



 -No hay plazas para estudiar alemán

 Las solicitudes para estudiar alemán se triplican en dos años ... www.diariopalentino.es/noticia/.../estudiar/aleman/.../añosCompartir9 Sep 2012 – «De las 105 plazas que oferta la Escuela para Primero de Alemán, unas 20 ó 25 ...

 Hay tres claros perfiles entre los estudiantes de alemán. Las socilitudes para estudiar alemán se disparan por conseguir - Abc www.abc.es/.../abcp-socilitudes-para-estudiar-aleman-201...12 Sep 2012 – Las socilitudes para estudiar alemán se disparan por conseguir empleo en el país ... las provincias donde existe sede de la Escuela Oficial de Idiomas. ...

 Sólo para septiembre quedaban vacantes alrededor de 27 plazas que ... día a día traduciendo: razones para aprender alemán, no sólo para ... margavidal2.blogspot.com/.../razones-para-aprender-alem...2 Sep 2012 – Pero, aunque no vayamos a emigrar a Alemania, hay muchas razones para aprender alemán. Cualquier empresa que quiera exportar debería ...


 -Noticias sobre rescate alemán a España

 Noticias de Gipuzkoa Europa impondrá a España más reformas y ajustes "muy duros", revela Juncker Faro de Vigo‎ - hace 1 día Pero las últimas manifestaciones de Junker, realizadas a una televisión alemana, indican que, haya o no rescate, España no está en ...

 Merkel y Draghi se reunirán el martes para analizar la fuerte crisis de la zona euro Diario Financiero‎ - hace 14 minutos El Constitucional alemán avala con condiciones el rescate a España www.intereconomia.com/.../constitucional-aleman-avala-c... 12 Sep 2012 – Decisión trascendental para el euro: El Constitucional alemán avala con condiciones el rescate a España: 8 comentarios NEGOCIOS.COM ...

 El ministro alemán de Finanzas cree que España no necesitará un ... www.elconfidencial.com/.../el-ministro-aleman-de-finanza...11 Sep 2012 – Wolfgang Schaeuble, ministro alemán de Finanzas, afirmó en una reunión privada celebrada en el Parlamento que España no necesita un ...

 El ministro de Finanzas alemán cree que España no necesitará un ... www.periodistadigital.com › Mundo › Europa11 Sep 2012 – Wolfgang Schäuble se confiesa con miembros del Parlamento alemán. Mariano Rajoy, aseguró este lunes en una entrevista en TVE que aún ...

 El Gobierno alemán cree que España no necesita pedir el rescate a ... www.elmundo.es/elmundo/2012/08/.../1344730733.html12 Ago 2012 – Alemania no cree que España necesite el rescate Asegura que el Gobierno y Mariano Rajoy ha mostrado gran determinación a la hora de ... 

El Parlamento alemán aprueba el rescate a España www.lavanguardia.com › Economía19 Jul 2012 – El Parlamento alemán aprueba el rescate a España Berlín (DPA).- El Parlamento alemán aprobó hoy por amplia mayoría el rescate con.

jueves, 13 de septiembre de 2012

INQUISICIONES PASADAS



MUJER EN NEGRO


Miro la caja de madera astillada, orlada de conchas de nácar y pequeñas caracolas. Enmarcan un paisaje lejano y exótico de canales húmedos y colores difuminados, como un Canaletto. La abro y en su interior aparecen los objetos con la pátina de otro tiempo. Fotos en blanco y negro y en sepia, que comban sus bordes rígidos, postales con letra emborronada, estampas de vírgenes de mirada dulce y fondos azules, un collar de piedras azabaches, con su cierre en plata vieja, un broche roto de perlas caídas y ya opacas incrustradas en metal sobredorado, un relicario de tela cuya imagen no se distingue, papeles plegados. Tomo las fotos viejas y veo a María. Está de pie en el centro de un jardín cuidado, rodeada de cuatro niños vestidos como muñecas. Volantes y grandes lazos en el pelo rizado. Ella posa con su vestido negro y su delantal de tira bordada. Puede ser una cofia lo que lleva en la cabeza. Es la criada de esos niños. Todos miran tristes, serios a la cámara. Como si los hubieran sacado de un inmenso tedio para posar en el jardín donde la jaula brillante del fondo atrapa el canto de pájaros inquietos. María tiene esa seriedad rígida del que espera algo que está por llegar, del que no está en ninguna parte, o está en otra parte.
Yo la veo, de la misma manera, al atardecer de infinitas tardes a la puerta de su breve casa de adobe y tierra apisonada. Dos habitaciones, una el dormitorio, otra, todo lo demás. Ella espera junto a la puerta, después de la jornada en el campo, que ya empieza a abrasar al mediodía. Pero las tardes son frías todavía y a veces llovizna. La niña llora dentro. La coge entre sus sábanas, arrima una silla al muro, y se sienta, soñolienta, a esperar, mirando hacia los surcos embarrados del camino, que empieza a reverdecer por los lados. Lleva ya dos semanas sentada ahí con su bebé fajado, desde el día siguiente al que escuchó el parte en la radio de su hermana, desde el 2 de abril. La toquilla de la niña la sacó del hilo de sus sábanas de novia. La adornó, pacientemente, con los encajes que tejió mientras estaba preñada. La tela arrebujada, que se mueve levemente, sólo a veces, contrasta su blancura hiriente con la del luto perenne de sus ropas. Ahora ya no espera la silueta. Espera al cartero, que viene cada tarde en la bicicleta, a trompicones por los montones de tierra escarbada. Cuando pasa junto a ella, la mira de soslayo e inclina un poco la cabeza de lado a lado. Ella suspira muy hacia dentro y se agarra la niña, que empieza a lloriquear como un gato, al pecho.
Ella mira sin quererlo a las ruedas de la bicicleta. Ve el giro pausado de los radios abandonados en la cuneta. Cuando llegaron, meses atrás, al encuentro del golpe y el grito sólo hallaron el girar de las ruedas mojadas y el cuerpo de su cuñado en medio de un charco de sangre en un lado del camino. Un accidente, tras el remonte de los eucaliptales. Él yacía solo, como bebiendo su sangre. El motivo del golpe, del accidente no aparecía por ninguna parte. Un vecino le dijo días más tarde a su hermana que vio cómo se alejaba una cosechadora por el camino de los eucaliptos. Pero nadie supo de dónde salió ni de quién era. Nadie tampoco preguntó nada. Ella, agarrándose el vientre abultado, ayudó a su hermana a amortajar el cadáver en el centro de la sala, mientras sus cinco sobrinos la rodeaban en silencio. María se llevó a la pequeña de la mano, al canal cercano y metieron sus pies en la corriente. Allí le contó historias de cuando ella era pequeña y le ahogó el llanto con el sabor de unas fresas.
Desde entonces vuelve a vestir de negro. No recuerda ya la época de los vestidos blancos. Sí recuerda el primer lazo de crespón negro que le pusieron en la cabeza, junto con una especie de saco oscuro y desgastado como vestido que le caía enorme sobre los pies diminutos. Recuerda el lazo y recuerda el blanco luminoso del camisón de su madre, tendida sobre la mesa de pino de la cocina. Los rizos largos de su madre caían a los lados, sus manos estaban unidas sobre el pecho, y corría un pequeño reguero de sangre por entre las estrías de la madera. A su lado, dos pequeñas cajitas enclaustraban los minúsculos cuerpos de dos recién nacidos. Mamá se puso mala cuando traía a tus hermanas al mundo, le dijo su tía mientras la peinaba. El Señor se las llevó a las tres juntas para que no se separaran. ¿Y por qué se separa de nosotros, tía? ¿Quiere más a las gemelas? No, mi vida, es que son más pequeñas que tú y tiene que cuidar de ellas. Tú tienes a tu padre para que cuide de ti y de tus hermanas. Acababa de cumplir cuatro años y es el único recuerdo de su madre, además de su voz acogedora y sus manos ágiles. Durante muchos años después siguió viéndola, cuando entraba a la cocina a hurtadillas, sobre la mesa de pino. Se paraba en el quicio de la puerta y observaba sus hermosas manos blancas, su pelo brillante. Ella le sonreía, le agradecía que viniera a verla. Sabía que no se olvidaba de ella, aunque cuidara en algún sitio de las gemelas, porque eran tan pequeñas, mucho más pequeñas que ella, que María, que era fuerte y dura como el pino de la mesa.
A María le gustaba levantarse al amanecer y subir al monte con los animales, acompañando a su padre. Su padre era enorme y silencioso, pero a veces pasaban la noche de verano al raso, y él le contaba quedamente historias de su madre cuando era joven, cuando se conocieron allá en la ciudad. Sus hermanas mayores se quedaban, limpiando, cocinando, mirando pasar el tiempo abajo en el pueblo, en la casa, mientras que la más pequeña iba al colegio de monjas y venía los domingos de visita. Ella se sentía libre y afortunada por poder recordar a su madre y tener para sí a su padre, allí en medio del campo húmedo y el canto de los grillos. Aunque su padre a veces pasara días sin hablar, jugando con la hoja del cuchillo en la madera y mirando hacia muy lejos.
Como mira ella ahora, recostada junto a la puerta. Mira y espera. Han ido llegando algunos hombres, mudos. Sus mujeres se abrazaron a ellos con desesperación y alivio. Pero la silueta de quien ella espera no llega, tampoco llega su carta. Piensa que tendrá, tarde o temprano que faltar al trabajo. Ir andando hasta el pueblo, coger el autobús a la ciudad y buscar a alguien que le explique. No sabe adónde tiene que ir, preguntará. A Capitanía General, le dice su hermana, mientras le prepara un pañuelo con algo de fruta, queso y pan, para el viaje. Deja aquí a la niña, le dice. Pero ella niega con la cabeza. La llevará en su regazo. Si lo encuentra quiere que sea lo primero que él vea, sus manos regordetas y sus ojos jaspeados de verde intenso, tan iguales a los de él. Fue lo último que vio cuando, en el permiso de Navidad, se despidieron en el andén abarrotado de la ciudad. Él reía sin parar acariciando las manitas arrugadas que intentaban atrapar el borlón de su gorra de soldado. Es preciosa, bonita como una muñeca de porcelana, ¿eh María? María miraba las manos de él, jugueteando, sus hombros fuertes, sus ojos burlones y algo soñadores y apretaba con fuerza el pañuelo dentro del bolsillo de su abrigo. Se clavaba las uñas a través de la tela y contemplaba a su marido fijamente, para llevarlo consigo cuando volviera sola. Es cuestión de meses, no te preocupes. Cuida de nuestra muñequita. La besó en la frente y subió de un salto al tren.
En el autobús va arrullando a la niña con el traqueteo. Le susurra en voz baja para que no la despierten los gritos, la charla de los que van a la ciudad. Cuando llega camina y pregunta, una y otra vez. Se sienta a mediodía en el banco de un parque a comer algo mientras su hija mama. Ya hay flores en los jardines. Ella sonríe. Esa primavera cálida no puede significar nada malo. Ella es fuerte, como un pino, y se levanta con resolución en busca de las oficinas.
Mientras camina, aspira hasta el fondo el aroma de los jardines recién regados. Es el mismo olor que le llegó al atardecer de sus siete años. Trajinaba con el cazo de hojalata, que le quemaba los dedos con el café hirviendo para su padre. Su manaza le apretó, de repente el pequeño brazo. Ella le miró con sorpresa y vio su cara angulosa desquiciada por el dolor. Baja al pueblo, María, rápido. Él se apretaba con violencia el costado mientras se quebraba en dos. Busca al médico, tengo aquí algo, resopló. La niña corrió veloz ladera abajo. El pulso le oprimía las sienes y el olor amargo de las margaritas le picaba en la nariz. Corrió todo lo que pudo, sin aliento, sin tregua. Cuando al anochecer bajaban a hombros entre tres hombres del pueblo a su padre, el médico le acarició la cabeza y la miró compasivamente. Esa noche, su tía volvió a peinarla con el gran lazo, mientras sus hermanas mayores encendían los velones alrededor del cadáver. Ahora las flores olían a cera y ella miraba desde la silla la sombra de su padre recortada en la pared del comedor. La despertaron con una sacudida, al amanecer, mientras resonaba una campana incesante. Las cuatro hermanas, unidas de la mano, arrastraron los pies lentamente, cabizbajas hacia la iglesia. Caminaban solas entre las quejas del campanario y el aullido melancólico de los perros.
Ahora María no oye a los perros. En la ciudad no aúllan de esa manera, será porque los silencia el ruido del tráfico y el trajín de los vendedores. Le señalan un edificio majestuoso y entra. Se pierde y trastabillea entre los recovecos de pasillos y escaleras interminables. Pero pregunta, y pregunta. La dirige, un hombre reseco y verdoso, a una mesa inmensa llena de papeles, con un militar gordo detrás. Ella le dice su nombre, su origen, dónde estaba destinado. El hombre, resoplando, desordena papeles, la mira con hastío. Se levanta. Se marcha. Vuelve con un paquete que arroja sobre la mesa. Se pone a escribir en la máquina, saca el papel, lo firma y sella, y se lo entrega lentamente. Después, le da el paquete, mientras ella sostiene en pie la carta abierta en las manos que tiemblan. No sé leer, le dice al hombre de los galones. Contrariado, llama al hombre de negro encorvado que ella vio primero. Le lee la carta y antes de que llegue al final, María se desploma como un fardo pesado, con un golpe sordo. La niña cae sobre ella y rompe a llorar a gritos. Cuando despierta, al fin la han sentado en una silla de oficina y una mujer con gafas y traje sastre desgastado sostiene a la pequeña. Mujer, que ha podido aplastar a su hija, le dice el gordo. Entre la niebla de sus ojos María dice ronca: ¿en el tren? ¿ se tiró? No, ¿cómo iba a tirarse, si la guerra ha terminado? Usted sabrá los problemas que tendría, vaya usted a saber, dice la voz indiferente. Coja sus cosas, dice, señalando al paquete y márchese, que aquí hay mucho trabajo, señora. María, como en un tiovivo, ve pasar las cosas dando vueltas. Le arrebata sin fuerza la niña a la mujer del traje y baja las escaleras inmensas con el paquete bajo el brazo y la carta en el bolsillo de la chaqueta.
Cuando llega al parque, se sienta en el mismo banco. Abre el paquete y ve varias cartas franquedas con la letra de su marido, su ropa de civil doblada y mustia, su reloj parado y su alianza de estaño. Del bolsillo saca un paquete de tabaco. Le falta un cigarrillo. El último que fumó.
Lo ve, años atrás, joven y robusto, tan alto, cuando hicieron el viaje de novios a la ciudad vecina para saludar a la familia, esperando junto a ella en el andén, nervioso, contento. Rebuscaba algo en los bolsillos y no lo encontraba. Se volvió rápido a la cantina de la estación a comprar tabaco. El tren empezó a pitar y María subió sola con el corazón acelerado mientras le hacía señales desesperadas con la mano. Él salió corriendo y saltó, sonriendo, al tren ya en marcha. Ella, casi sollozante y enfadada, se abrazó a su espalda.
María mira el paquete al que le falta un solo cigarrillo. Escucha el pitido ensordecedor y ve cómo la negra máquina se pone en marcha. Él corre tras el tren, trata de alcanzarlo, tropieza y cae. Así tuvo que ser. Saca del otro bolsillo la foto de la niña dormida en los brazos de ella. La huele, sonríe. Las lágrimas, silenciosas, empiezan a caer sobre la toca de la niña. La mujer de gris pasa a su lado. Cuando la ve, se detiene. No crea lo que le han dicho, le dice en susurro. Dicen que no hay dinero para las viudas, así lo arreglan. Tiene unos ojos preciosos su niña. Márchese a su casa, mujer, y le aprieta el hombro.
Cierro la caja de las conchas. Desdoblo el papel, fechado el 2 de abril de 1939. Entre sus dobleces rasgados leo el falso certificado. Veo a María, mi abuela, caminando bajo la lluvia primaveral hacia la parada de autobús, con el paquete bajo el brazo, la cajetilla de tabaco encerrada en un bolsillo y la niña de seis meses, mi madre, apretada contra el pecho. Enciendo un cigarrillo y me parece oír el silbido de un tren lejano, de otro lugar y otro tiempo. Veo el fulgor de unos hermosos ojos verdes, alegres y soñadores, que me miran desde el fondo de la fotografía acartonada.