Por lo general clasifico mis libros en los estantes por nacionalidades y, luego, por cronología. Eso sí los autores “consagrados” o “canónicos” se reservan un puesto de honor ( clase preferente, puro clasismo) frente a los actuales, que esperan en un totum revolutum (todo lo escrito en castellano en el vagón del metro) a que el tiempo les vaya otorgando solera para subir junto a sus compatriotas ilustres, si tienen suerte. Sin embargo, Patricio Pron ya se ha hecho un hueco privilegiado con las dos obras que he leído hasta ahora y que no serán las últimas. Con El mundo sin las personas que lo afean y lo arruinan (libro de relatos excelentes) y con esta novelita, tengo, creo, suficiente para concluir dos cosas: primero, que Pron tiene una extraña y afortunada cualidad eligiendo títulos, y segundo, que Pron es un gran escritor. Sin hipérbole. El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia ha supuesto para mí la constatación de que el escritor relativamente “joven” no sólo busca el épater al lector con sus intrincadas jergas generacionales, o trasvasar el estilo de los modernos americanos a nuestra lengua, con el estilo desnudo y telegráfico, sugerente sólo a veces. Incluso tampoco tiene empacho en acometer un tema considerado por muchos TABÚ entre los más posmodernos: el compromiso político (ya muchos estarán chirriando los dientes), o, por mejor decir, moral. No sólo con su sociedad de nacimiento (la Argentina de la dictadura, de las desapariciones, de las ilusas y utópicas pero muy humanas reacciones de esa sociedad –tan parodiadas con cierta crueldad en autores como Pola Oloixarac), sino lo que me parece más interesante, el compromiso moral con el individuo, con la persona que vio su vida marcada, su rumbo torcido, sus miedos hechos carne a consecuencia del siempre azaroso e irracional devenir de los hechos sociales (que, queramos o no constatarlo, nos implican y nos marcan indefectiblemente). Y esta pequeña gran novela es eso. La imbricación de la circunstancia más puramente personal, egotista con el hic et nunc que la fraguó, que hizo que las cosas fueran como son.
El personaje principal (el propio Pron en calidad cuasi confesional) regresa a su país para reencontrarse con un padre enfermo y una familia ya lejana. Pero la vuelta es también el regreso al origen, a la explicación, al por qué, que vendrán de la mano de la reconstrucción del recuerdo. La memoria va a ser recuperada y va a dar un sentido a lo que estaba oculto o latente. A través de una investigación aparentemente inane, policial (a veces casi de reconstrucción filológica) del protagonista sobre un caso de asesinato y maldad comunes, aunque terribles, él mismo irá hilando los retazos de memoria olvidada, de las vidas extintas o casi extintas que sufrieron y que le dejaron como herencia un presente inexplicado. Esta es la búsqueda de esa explicación personal. Un esfuerzo de reconocimiento al padre, esfuerzo por saber quiénes fueron nuestros progenitores, cuál fue su realidad objetiva frente al subjetivismo en que necesariamente los envolvemos como hijos. Y a la vez que se explica al padre se empieza a explicar a sí mismo, su desconcertante infancia, su repulsa intuitiva hacia su país de origen (“pero el viajero que huye...”), sus fobias más o menos racionales.
La estampa que nos queda es la de una sociedad pasada y casi presente destrozada, invertebrada, en la que sus habitantes no parecen tener ilusiones a las que aferrarse. Pero también el narrador abre la puerta a la esperanza. No hay complacencia pero sí la sensación de que enfrentar la memoria, estructurar el recuerdo lleva a la reconciliación. Con nosostros mismos y, sobre todo, con nuestros mayores, en tanto merecedores de que la vida real de tantos no caiga en el olvido.
Todo ello lo cuenta Pron con la economía estilística que parece caracterizarle. Su prosa es medida, escueta, elegante. Pero su fraseo nos atrapa, para entrar a veces, sin solución de continuidad en un lirismo profundo (nunca exuberante). Aparente sencillez de estilo y de trama para un libro que nos deja lo que pocos consiguen: una atmósfera, una estampa, una sensación de haber ahondado en lo personal, del individuo Pron o de tantos otros individuos.
“En la siguiente carpeta encontré la reproducción de una vieja fotografía, ampliada hasta que los gestos se habían trastocado en puntos. En ella aparecía mi padre aunque, desde luego, no era mi padre justamente, sino quinquiera que él había sido antes de que yo lo conociera: tenía el cabello moderadamente largo y unas patillas y sostenía una guitarra; a su lado había una joven de cabello largo y lacio que tenía un gesto de una seriedad sorprendente, y una mirada que parecía decir que ella no iba a perder el tiempo porque tenía cosas más importantes que hacer que quedarse quieta para una fotografía, tenía que luchar y morir joven.” (pp52-53)
Todo ello lo cuenta Pron con la economía estilística que parece caracterizarle. Su prosa es medida, escueta, elegante. Pero su fraseo nos atrapa, para entrar a veces, sin solución de continuidad en un lirismo profundo (nunca exuberante). Aparente sencillez de estilo y de trama para un libro que nos deja lo que pocos consiguen: una atmósfera, una estampa, una sensación de haber ahondado en lo personal, del individuo Pron o de tantos otros individuos.
“En la siguiente carpeta encontré la reproducción de una vieja fotografía, ampliada hasta que los gestos se habían trastocado en puntos. En ella aparecía mi padre aunque, desde luego, no era mi padre justamente, sino quinquiera que él había sido antes de que yo lo conociera: tenía el cabello moderadamente largo y unas patillas y sostenía una guitarra; a su lado había una joven de cabello largo y lacio que tenía un gesto de una seriedad sorprendente, y una mirada que parecía decir que ella no iba a perder el tiempo porque tenía cosas más importantes que hacer que quedarse quieta para una fotografía, tenía que luchar y morir joven.” (pp52-53)
Me gusta esta escena, entre otras muchas, porque se aproxima a la divagación fantasiosa que todos hacemos ante una fotografía antigua: la reconstrucción de las historias de esos seres parados en el tiempo, que nos cuentan sus historias esbozadas en miradas o prendas o posturas, y que nos dicen más explícitamente de un pasado en el que no estuvimos pero que de alguna manera ya nos contiene.
Un ¡Óle! (con acento castizo en la o) como el que escuchó Carlyle el Viernes 22 de Mayo de 1840 en Londres al concluir sus conferencias sobre el Culto a los Héroes.
ResponderEliminarMe ahorro el clásico peloteo entre blogueros de agregarme a tu blog, porque este es Tu blog.
Tendrás que prestarme el libro (como pasó con las geniales Teorías Salvajes de Pola) para que le otorgue el visto, el bueno, o el genial.
Ya era hora de que abandonaras el estilo frío y academicista que imperaban en tus reseñas y que dejaras a los tibios encerrados en sus despachos polvorientos de olor a cera.
ResponderEliminarAtaca, critica, hunde, aplaude...
¡baish! ¡baish!
Bueno, Ehrengard, me alegra ver una reseña tuya. A ver SI en 2012 leo algo del Pron. Me interesa lo confesional del asunto. Aunque quizá empiece por los relatos de EL MUNDO SIN LAS PERSONAS...
ResponderEliminarGracias Peri Lope. Pensé que esto de las reseñas en blog es como hablar con los amigos de lo que te parece un libro, y siempre tenemos una opinión, más o menos fundamentada, o más o menos subjetiva. Como a mí me sirve en la elección de mis lecturas el leer vuestros blogs, puede que a alguien le sirva lo que yo pueda decir a mi vez. O, lo que ya sería pretencioso, que a alguien le resulte interesante.
ResponderEliminarTe aconsejo verdaderamente a Pron. He descubierto a un autor muy interesante y bastante original (con todas las influencias que queramos ver, por supuesto). Su prosa es desnuda y directa. El mundo sin... me pareció fantástico. Hay algunos relatos inolvidables. El tema familiar y de las raíces, etc. parece ser una constante en su obra. Aunque me queda mucho por leer de este autor.
Un saludo