simon_pedestal

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miércoles, 23 de febrero de 2011

El aroma de las glicinas (Peregrinajes literarios)

Primera Edición del Ulysses
Martello´s Tower
Objetos personales de Joyce

Hace poco estuve en Dublín (no en el Bloomsday, porque me venía mal la fecha y temía toparme con Vila-Matas) y realicé el consabido peregrinaje por la ruta del Ulysses, visité con interés el museo de los escritores (bastante menos visitado que la Guinness Store, curioso) donde encontré diversos fetiches literarios: la primera edición del Ulysses, el piano de Joyce, etc (por mencionar sólo a uno de los grandes irlandeses de las letras que allí se recuerdan). También fui al Joyce Center, en el que se exhiben objetos personales del autor (unas gafas, extrañas ¿camisas?, medias, una cama, una lista de gastos,....) y oh sorpresa, la mismísima puerta del hogar de Leopold Bloom. Es curiosa la reacción que esto provoca en el lector admirador: parece que nos dejan asistir a un trocito de vida privada, íntima o real de nuestros grandes admirados. Mira:¡ las gafitas redondas!, mira,¡ foto de familia!, mira ¡una cómoda con calcetines descosidos!; oye:¡ nada menos que la lista de gastos de Joyce (qué meticuloso, qué tacaño, lo apuntaba todo)!
Luego, sentada en el “Garden of Remembrance” me dio por pensar, que para eso está el jardín: para recordar que es sinónimo a veces de pensar. ¿Qué buscamos en esos ridículos y ajados tesoros, en esos libros polvorientos que algún experto dice que tuvo entre sus manos el excelso Joyce? ¿Por qué me entusiasmo con la puerta de Leopold Bloom? Quizá porque nos parece, un poquito, que la ficción, por fin, ha invadido la realidad, y que el sombrerito de paja de Joyce contiene el círculo perfecto de su pensamiento. Pero no. La sensación verdadera, no la impostada, es otra. Prevalece la decepción ante esos pedacitos de realidad transmutada.
Esta ciudad es algo así como parque temático para literatos. Tienen motivos para estar de sobra orgullosos de sus ilustres hijos de letras, sin duda. Pero, ¿es un homenaje literario que te vendan un jaboncito de limón en una indescritible tienda (con maniquí engabardinado en la puerta), que siembren Dublín con referencias a Joyce (“Este pub es nombrado en Ulysses, página tal. Eso en multitud de pubs, alguno de ellos necesariamente apócrifo)? ¿Es emocionante fotografiarse frente a la mansión de Wilde? En cierto modo es como cualquier otra experiencia turística: intentar revivir, de forma vicaria, los pasos, los gestos o las vidas pretéritas de otros, qué más da que escribieran, que pintaran cuadros, que lucharan por liberar a Irlanda o que inventaran la cerveza tostada. Pero en el caso de la literatura la experiencia es, si cabe, más desalentadora.
En un tiempo, cuando releía con entusiasmo a Proust, proyecté un viaje “proustiano” a Illiers-Combray, a Cabourg, a Auteuil, como homenaje a mi propia admiración por En busca del tiempo perdido. Me sorprendí buscando en los viveros de mi ciudad arbustos de espino para plantarlos en una exigua maceta en mi terraza, antes de que llegara mayo, para extasiarme, como el joven Proust, ante la floración inaudita de este arbusto en primavera. Perdí la ilusión cuando supe de una especie de “peregrinaje” organizado por proustianos del mundo, en el mes de mayo, por el pueblecito de Illiers, con Por el camino de Swan en ristre, leyendo fragmentos a cada tanto y contemplando campanarios y vidrieras (como si se tratase de una orden monacal y mendicante). El fin de fiesta sería, seguramente, en la pastelería (sabia) que fabrica las magdalenas que el mismísimo Proust mojaba en el té de tía Léonie.
Cuando, meses más tarde empecé a leer las obras de Faulkner que me faltaban, dejé el espino para buscar glicinas y magnolios, y me dediqué a imaginar cómo cantaría el exótico sinsonte, mucho más enigmático que los gorriones y los mirlos que picotean mis plantas. Menos mal que son chifladuras pasajeras.
Hay algo ligeramente patético y enternecedor en estas búsquedas. Pero no dejan de ser absurdas e infructuosas: los objetos empolvados y callados del Joyce Center, los robles majestuosos de la ciudad de Oxford, Mississipi, los espinos y las magdalenas del pequeño Proust nos decepcionan irremediablemente cuando nos acercamos a sus simulacros. El aroma de las glicinas y las madreselvas no he de ir a buscarlo a miles de kilómetros de mi casa. Están en mi salón, en el angosto espacio de los estantes. Al abrir sus tomos se convoca un mundo mucho más real y más verdadero: la tía Léonie toma su pepsina, el gordo Mulligan baja por las escaleras de la torre Martello y la tía Jenny cultiva las rosas de su jardín. ¿Para qué ir a otra parte? La realidad estaba ahí.

1 comentario:

  1. ¿¿¿ Aquel dia en Moguer peregrinaste a la casa de Juan Ramón Jiménez, o simplemente paraste a desayunar y hacer pis antes de ir a la playa y decidiste: "venga, un visitazo de rigor que en la casa de un Premio Nobel no se entra todos los dias" ????
    En aquella época aún no se vendían muñequitas de Zenobia y del burrito Platero como souvenirs. Ahora quizás.

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