Esta maldita incesante lluvia sigue ahí para no dejar de mojarme por dentro. Empezó con la noche de ayer y persiste calándome todo el día. Es minúscula y obsesiva, como si no se atreviera a romper de una vez en la potencia de un aguacero, sino que va imperceptiblemente mojándolo todo, infiltrándose poco a poco, haciendo correr muy lentamente pequeñas gotitas fugaces en los cristales de este cuarto, y son las mismas del tren de esta mañana. Mientras el tren avanzaba entre estaciones, con una hora de retraso, imperturbable, como si su tiempo fuera otro, y no el tiempo que es el mío, me esfuerzo por dominar la angustia que me clava esa lentitud que no sigue el mismo ritmo de mi corazón martilleante. Llegaré otra vez tarde y el día será un desastre. La sensación de hueco y de provisionalidad me acompañarán todo el tiempo, como si llevara un tacón roto que me impidiera andar derecha y deseara descalzarme y recomponerme, pero ya no será posible hasta que no pase el día y corra hacia mi casa, donde tiraré los zapatos y por fin podré recobrar la compostura al andar. Mientras tanto tengo que seguir andando recta, sin caerme, sin que nadie note que no he dormido, sin que vean que llevo una aguja clavada en el pecho, sin que importe el retraso del tren ni los cristales llorosos que emborronan el campo y los árboles que van quedándose atrás, rápidos y móviles, mientras mi caja de cristal submarina pasa inexorable. Cuántas horas quedan hasta la vuelta a la casa vacía. Cuando llegue, la ropa tendida ayer que fue domingo soleado estará empapada, echada a perder. No soporto recoger esos trapos con la pesadez de un muerto que lo empapan todo con su patetismo de objetos abandonados. No quiero recoger su reguero de agua sucia a través del pasillo. Esperaré a que se sequen, cuando sea, dentro de un mes, lo que haga falta para meterlos en una bolsa y tirarlos con crueldad e indiferencia. Quizá todavía hay cosas suyas ahí colgadas, deformándose bajo el peso de la lluvia manchada de la ciudad. Quizá alguna camisa todavía o su ropa interior, o su pijama. Entre las camisas estarán la blanca o celeste del trabajo por las mañanas, las de cuadros de estar en casa o de ir de compras, siempre por fuera y algo arrugadas, las oscuras y caras de los fines de semana de cines y copas y música, a veces con amigos.
Cuando bajé del tren tuve que sacar el móvil, aunque se mojara, para intentar ver en la pantalla si había alguna llamada. A lo mejor no la había oído con el bullicio de los asientos y los pasillos abarrotados. Se mojó y no había ninguna, sólo la foto de fondo velada por el agua. Apenas se veían las sonrisas de esa pareja acaso feliz que tengo que borrar de una vez. Pensé que se iba a estropear si seguía mirándolo mientras se empapaba. Mejor, me dije, así ya no estaré otra vez toda la noche observándolo desde la almohada arrugada, estrujando las sábanas con las manos que parecen implorar el sonido de una llamada. Sólo una llamada que no obedece, que nunca llega. Quizás llegue por la mañana, mejor así. Pero voy de camino al trabajo y aún no suena, por mucho que lo estruje en el bolsillo de mi gabardina contra mi cuerpo. Lo tiraré en la próxima papelera, pensé. Pero al llegar al trabajo, otra vez tarde, aún sigue ahí como una muda esfinge que jamás nos participará su secreto. Es una maldita cajita metálica que ha detenido el tiempo en una espera eterna y que con su silencio impasible se me clava en el centro como una aguja. Menos mal que nadie se percatará de la aguja. Está bien escondida, sólo hay que esperar al final de la tarde. Cuando llegue. Cuando llegue a la soledad de mis sábanas limpias que huelen aún a suavizante y a jabón, que es el olor que me dice es todo tuyo, ya sólo tuyo. Ya no habrá las toallas húmedas que tanto te molestaban sobre el lavabo. También las toallas olerán a limpio y estarán secas y bien colgadas. Nadie salvo tú las usará. Tu baño, tu casa, serán tu dominio y podrás llenarlos de hermosos objetos marchitos que irán cogiendo un tenue polvo. Cuando llegue podré embalar libros, ropa, con mucho cuidado, que no lleven las marcas de mis manos crispadas. ¿Cómo se pueden separar las cosas compartidas? Es como partir una moneda por la mitad: ninguno la tendremos enteramente nuestra, y en mi parte habrá siempre fragmentos de la suya, y en la suya no sé y en el centro siempre el dolor. El dolor rompe y lo roto es dolor. Mejor sería no compartir ninguna moneda.
Pero he regresado y las cosas siguen ahí, dispuestas a que alguien las disperse, las desdoble, las ordene por separado. Estoy demasiado cansada por andar todo el día con mi tacón roto. Y aunque ya he vuelto no puedo quitármelo del todo. Al menos puedo cojear y no tener que fingir andar derecha. Y puedo asomarme a las gotas del cristal de la ventana de este cuarto para que se confundan con las de mi cara. Luego pondré a cargar la pequeña caja metálica por si por la noche recibo alguna llamada junto al perfume a limpio de mi almohada.
simon_pedestal
miércoles, 30 de noviembre de 2011
SANATORIO DE HERISAU, VII
ROPA MOJADA
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