simon_pedestal

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jueves, 17 de febrero de 2011

TRENES HACIA TOKIO, de Alberto Olmos


Este es el primer libro que leo de Alberto Olmos. Empecé primero a admirarle por Internet. Sus blogs destilan inteligencia sutil y aguda, un sentido del humor que alcanza el arte y una cultura y criterio literarios ingentes. Por eso acudí con muchísimo interés a su obra literaria. No sé si elegí una opción equivocada para adentrarme en su obra: Trenes hacia Tokio. No sé si es representativa, o innovadora o divergente respecto a las demás. Pero hay cierta cercanía entre su ficción novelada y su ficción por Internet.
Esto quiere decir que su libro me ha gustado. Aunque su literatura es algo más. Sorprende la variedad de registros y de modos o perspectivas que muestra el autor ante su escritura. Cómo cambia la piel según el entorno. Se le podría llamar camaleónico, o de personalidad múltiple o esquizoide; también versátil.
Aunque son muchos los puntos de convergencia. Pienso, por ejemplo, en su fragmentación. Pululan las microhistorias, un poco fuera de situación (como si ocurrieran “fuera de campo”), descontextualizadas: no sabemos quiénes son esos personajes que se mueven alrededor del protagonista, simplemente aparecen de repente y desaparecen al instante y sólo percibimos un pequeño rastro de lo que han sido. Imágenes casi fotográficas de momentos, en torno a las cuales se abren sugerentemente muchos hilos narrativos posibles, prolongaciones hipotéticas. A veces al estilo de Carver (como el episodio de las colillas del vecino en su puerta).
Está también el uso del presente: igual que en la fotografía, hay una imagen que no fluye en el tiempo. No hay pasado, no hay futuro , de hecho no tiene relevancia. Importa la eternización que representa ese presente continuo, ese narrar y vivir a la vez y contar también a la vez. Se podrían aplicar a los personajes las palabras que dice Kokoro sobre su trabajo:
“Todo es repetitivo. Todos los días las mismas cosas. No más de cinco o seis. Cuando entran por la puerta ya sé a qué vienen, no hace falta más que mirarlos”.

Creo que esa es la vida que se nos cuenta: la cotidianidad, el elemento asfixiante que rodea al hombre, su desorientación, su deambular perdido (trenes que van y vienen), su falta de intención (no hay casi un para qué ni un por qué de lo que va ocurriendo). Eso es el presente. La imagen presente de un mundo, a pesar de ser oriental, similar a nuestro Occidente: es la urbe moderna, con sus miserias y sus (pequeños) momentos de gloria:
“Es pequeña, apenas alza del suelo las dos letras de su nombre.
Ai significa: amor. Ya he dicho que es pequeña.
La conocí entre otras japonesas, cientos de japonesas, miles de japonesas, todas apiñadas y sonrientes y monocromas. Ai era el destellito de luz, el punto sobre la i de la palabra nipón. (...) Su cara daba por fin sentido a la palabra 8005 del diccionario: exótico. Exótico ya no era lo que estaba lejos; era lo que tenías más cerca, lo que querías tener próximo”
No hay una idealización de lo extranjero, un descubrimiento de lo ajeno: la misma desilusión, el mismo drama en todas partes:
“Siempre que entro en un tren, y me siento, y me convierto en pasajero por unos minutos ( a veces hasta por unas horas)sueño que voy hacia Tokio, que me llevan a la gran metrópoli, , al cenáculo del dinero y el rímel y de las grandes pantallas de televisión. Luego, el tren, sus puertas, se abren a la decepción, una decepción provinciana, con poco dinero, ojeras y televisioncitas”.

Pero el ingrediente fundamental (sello de su autor) es la ironía. No desgarrada o ácida, sino siempre contenida, un medio esbozo de sonrisa crítica pero que parece comprender y perdonar más de lo que zahiere.
Otros toques decisivos: el omnipresente sexo (siempre en un plano mental, irrealizado, en la esfera del deseo) y la sintaxis tajante, rítmica, acumulativa; es un ritmo cortante que va lanzando las impresiones del narrador desde la sencillez y rapidez del coloquialismo hasta la metáfora más escueta, por ejemplo:

“Ella sigue con la vista fija en el paisaje, que corre al otro lado de los cristales todo cubierto de nieve y poesía y pisadas sobre la nieve y sobre la poesía: písame el corazón sobre el puente del río de la muerte. O algo.
Me mira. Justo cuando todo toca a su fin, la china estrafalaria, ese coqueto huracán de vaciedad, me mira. Sus ojos dicen miedo, timidez, dicen interés(...) Luego se abren las puertas y ya no somos tan felices.”

Aparece, pues, una ironía suavizada y una mirada más atónita, desgajada y comprensiva (las escenas con los niños son de gran ternura) que revulsiva o destructora.
Concluyendo. Las vicisitudes del día a día, el mundo anodino, el supuesto “choque “ cultural y vital y las fobias de su protagonista nos atrapan en la lectura como si se tratara de ir descifrando fotografías contiguas: vamos creando el sentido entre todas siempre bajo el fondo de una fuerte impresión estética.

2 comentarios:

  1. Tendré que darle una oportunidad. Bueno, tendrás que darme una oportunidad y prestarme el libro. Todo lo que suena a Tokio me da un poco de aprensión desde que leí el famoso Tokio blues del puñetero Murakami. Un peñazo. Sí, lo de probar el sushi vino después y empeoró las cosas.

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  2. Murakami es horrible, yo intenté la lectura de Tokyo Blues y me dejó desarmada: o tiene una sensibilidad fuera de mi alcance o es un puñetero coñazo. Es de los pocos libros que tuve que dejar, desalentada (como las amapolas).
    Yo sí quería darle una oportunidad a la moda: Tokio, sushi, budismo zen. Nada nuevo (nihil novum...). Lo bueno del Tokio de Olmos es que no es nada sofisticado, es real, real y sustituible por cualquier otro entorno. Lo importante no es la ambientación zen de sensuales japonesitas... Pero no tiene ese "gran estilo" que a ti te gusta (tipo Melville o Faulkner), es, más bien la "aurea mediocritas" horaciana (ya te veo cogiendo el diccionario de latín. Ah, no, que ya hay wiki)

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