Tan cerca de la vida, de Santiago Rocangliolo, es una muestra de ese tipo de novela que nos puede cautivar en la lectura, sin necesidad de alardes formales ni argumentales. Bajo su aparente sencillez se muestra una historia que nos engancha como una buena película, nos mete en su narración tan fílmica, y sólo cuando paramos un instante se abre una brecha hacia el pensamiento y la reflexión más compleja. Es entonces cuando nos asaltan preguntas como ¿qué es la propia identidad, si es que existe algo semejante?, ¿cuál es el papel de la memoria en la construcción del individuo? ¿qué diferencia los sueños de la realidad, o ésta de aquéllos, si es que hay diferencia (y no somos posibles o hipotéticos sueños de otros -aquí el recuerdo de “Las ruinas circulares” de Borges nos viene irremediablemente con su gran fuerza simbólica); ¿el amor y la comprensión del otro puede salvarnos de un trágico destino?, etc., etc.
Pero estas preguntas nos van surgiendo oblicuamente, mientras nos sumergimos en un argumento que se desliza incesante. Un hombre que asiste a una convención en Tokio, sobre Inteligencia Artificial (dicho sea de paso, estos términos, por lo general, suelen repelerme como motivo literario que nos remite a la ciencia ficción). Una sensación de irrealidad, un incesante recuerdo fragmentario que arroja flashes del pasado, unas conductas poco explicables, una joven cautivadora y enigmática; todo ello en un escenario no menos irreal (un espacio interior más que exterior, en cierto sentido “kafkiano”- salvando la banalización del término) de un Tokio aturdido y laberíntico. Las reminiscencias fílmicas nos asaltan desde los primeros momentos: evocamos Blade Runner (hay mucho de su caos poético y apocalíptico), también Matrix (con sus mundos surreales y paralelos), sólo por mencionar dos ejemplos bien conocidos y admirados.
Pero estas preguntas nos van surgiendo oblicuamente, mientras nos sumergimos en un argumento que se desliza incesante. Un hombre que asiste a una convención en Tokio, sobre Inteligencia Artificial (dicho sea de paso, estos términos, por lo general, suelen repelerme como motivo literario que nos remite a la ciencia ficción). Una sensación de irrealidad, un incesante recuerdo fragmentario que arroja flashes del pasado, unas conductas poco explicables, una joven cautivadora y enigmática; todo ello en un escenario no menos irreal (un espacio interior más que exterior, en cierto sentido “kafkiano”- salvando la banalización del término) de un Tokio aturdido y laberíntico. Las reminiscencias fílmicas nos asaltan desde los primeros momentos: evocamos Blade Runner (hay mucho de su caos poético y apocalíptico), también Matrix (con sus mundos surreales y paralelos), sólo por mencionar dos ejemplos bien conocidos y admirados.
El tipo de lenguaje, su prosa también nos remiten al cine, no sólo los temas: hay poca introspección (vamos descubriendo al personaje a medida que él mismo se descubre a sí) y mucha representación escénica (numerosos diálogos, que constituyen auténticos palimpsestos de los diálogos de las pantallas); hay una visión basada en la acción y a través de la mirada plástica del protagonista (se pueden apreciar hasta algunos movimientos de “cámara”) y hay una presencia palpable de una fotografía que lleva a un imaginario de fotogramas, donde la luz y el color cobran relevancia estética en sí mismos (véanse, por ejemplo, los juegos de luces y sombras en el segundo encuentro con la niña en el ascensor; o la presencia de la lámpara colgada que evoca el personaje de tanto en tanto; o la imagen , fuertemente estética, del cementerio nevado, del que surgen las lápidas y un cerezo). Quizá tenga que ver en ello la formación como guionista del autor, pero se hace evidente, con su sintaxis ligera y medida, el predominio de lo visual y sus sugerencias, la importancia del movimiento exterior (nos movemos con el personaje por el angustioso pasillo del hotel, por ejemplo) frente al pensamiento subjetivo y el análisis interior. Y creo que esto le aporta un gran valor a la historia, que, precisamente por esa forma de ser contada o “rodada”, cautiva como un thriller psicológico de hondura.
Está presente asimismo el gusto de Rocangliolo por lo truculento, lo violento, si bien no se recrea en ello, sino que aparece como pincelada espantosa y terrible, pero atenuada con el diálogo (entre Max y Ryukichi en en el barco fantasmal; hay que notar aquí la carga simbólica del discurrir de las aguas y de los puentes en esa charla donde se desvela gran parte de la verdad que subyace bajo la trama). Además, están las escenas de sexo, quizá algo violento pero más que nada desesperado, visto como escapatoria o necesidad de sentir lo real. La sensualidad y el erotismo llenan, en cierto modo, el vacío existencial y dan una ilusión de comunión de las almas, de comunicación, que es imposible alcanzar de otro modo.
Junto a ello, la presencia del lirismo desgarrado, por ejemplo, en la historia intercalada por Mai, la camarera, sobre su pasado: un relato intradiegético sobre un amor inalcanzable y frustrado que se desmorona ante el intento de materializarse y que hace que la cantante Mai deje de hablar por propia voluntad (su voz la ha condenado, el sueño se disuelve bajo el contacto con lo real).
Es difícil hablar sobre esta novela, sobre su final, a medias predecible, a medias sorprendente sin “destripar” el libro. Nos queda el agradable sabor de haber vivido (aunque sea de forma vicaria también nosotros) una historia que, con su sencillez y su sobriedad verbal nos deja dando vueltas sobre las grandes y sempiternas metáforas ( y sus dialécticas subyacentes: real/artificial, realidad/sueño o ficción; creación/creado; vaya , el “ to be or not to be” de nuestro incierto futuro).
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