A bordo del naugragio es la primera novela de Alberto Olmos. Hasta ahora no he leído toda su obra, pero si la comparamos con, por ejemplo, Trenes hacia Tokio, el estilo de ambas contrasta enormemente. Frente al minimalismo narrativo de esta última, en A bordo del naufragio se expande verbalmente, en un torrente léxico y sintáctico que desborda la mente del protagonista , si bien, a través de un narrador que usa la segunda persona. Éste me parece uno de los aciertos de la novela, la segunda persona nos remite a una especie de libro de “autoayuda” (a lo Lorrie Moore) pero a la inversa: el mecanismo del tú lleva más bien a la autodestrucción. Precisamente, siempre he descreído de las posibilidades del uso de la segunda persona, resulta habitualmente artificioso, y llega a crear un ritmo más bien pesado y cansino. Sin embargo, en esta novela (sin dejar de cansar un poco, lo que por otra parte, parece buscado: la irritación) creo que se trata de un acierto. Muestra esa visión desdoblada del protagonista y resulta más machacante si cabe esa voz (de la conciencia dolorida y lacerante) que si se hubiera usado, por ejemplo, la primera, o la tercera (en el primer caso, nos resultaría quizá excesivamente autoflagelante; y en el segundo -3ª-, quizá, un narrador enormemente despiadado). En este desdoble narrador/personaje el monólogo narrativo desgrana toda una letanía agresiva, contra el protagonista principalmente, pero también contra el mundo: los otros (estudiantes, ciudadanos que pululan por la Gran Cacharrería), el mundo convencional de la universidad, el mundo trágico de una familia cruel y desvertebrada, la visión implacable de un entorno rural sin salida y sin futuro, enfermo en su endogamia cultural (representada por el abuelo). Pero por encima de todo se narra en contra del protagonista, es él el gran fantoche que se despedaza a sí mismo, que no puede parar de pensar inmisericordemente sobre sí y los demás, que nos atenaza con una visión cruelmente turbia y desesperanzadora de la existencia. Se trata de un joven estudiante universitario, con un pasado pueblerino y de clase baja, lo que le hace machacarse en su juventud continuamente y buscar la culpa de su desintegración en el origen. Ese origen va filtrándose lentamente a lo largo de la historia a manera de flashbacks fragmentarios (marcados en cursiva, y con una sintaxis ya totalemente destrozada, próxima a la “corriente de conciencia”). Así nos vamos enterando de una vida desquiciada desde su inicio: una madre por accidente que abandona a su hijo en pos de su propia felicidad, unos abuelos despechados y resentidos con los avatares de su familia, pero que a un tiempo dan amor o al menos cobijo al nieto, a su manera primitiva y agreste (el abuelo desde el laconismo y sentido primario de la vida, unida a la tierra y al pueblo; la abuela, en su condición de madre vicaria, algo más compasiva y emocional con el niño).
Esta vida es vista desde el mundo universitario de la capital (la “Gran Cacharrería”) como algo ajeno y desgajado desde el yo actual. En cambio, este yo odia más si cabe este entorno que ahora tiene y en el que no encuentra hueco. Se afana extrañamente en vivir con una pseudo “normalidad” (lo único que le acompaña son sus libros releídos –de los que siempre extrae citas también destructivas) pero está destinado al fracaso y a no encontrar ese hueco que busca entre el mundo. Es significativo de esta búsqueda (existencial e infructuosa) el siguiente fragmento (que narra un sueño agónico en la biblioteca):
“... no sabes dónde estás pero sabes que algo andas buscando no sabes cuánto tiempo lllevas buscando pero sabes que tienes que acabar la búsqueda algún día vas a pie por calles con edificios sin ventanas y oyes tus propios pasos retumbando sobre tu cabeza como si no fueran tuyos como si alguien te estuviera siguiendo como si tú mismo te estuvieras espiando y tienes miedo quieres dejarlo no quieres buscar más pero has de seguir porque si no se enfadarán contigo y te pegarán o te matarán o te harán algo que no sabes lo que es pero que te aterra miras el rostro de los transeúntes y en todos encuentras el mismo gesto o mueca ridículamente alegre como si la cara se les hubiese petrificado...”
Ese mundo hostil y sin salida acabará por engullir al personaje, cuyo final no puede ser otro que la destrucción (quizá en este sentido, algo previsible el final, algo determinista). Ha vivido entre la sensación constante de ridículo (frente a los demás), el desprecio por su propia incapacidad y sus ingentes complejos, y, sobre, todo, el descreimiento existencial de un ser agónico, cuya salida parece estar en el vacío: busca al menos acallar sus pensamientos, llegar al no-ser, lo que, en cierto modo, consigue.
Quizá puede referirse como defecto el hecho de que sea demasiado “explícita”: no hay diálogo con el mundo, no hay descripción, sólo monolítica autocontemplación y pensamiento espiral, que resulta un poco agotador y que no deja paso a otras formas más implícitas, más sugerentes. Es una auténtica visión de túnel. Quizá la de un enfermo social o un fóbico que vive en los márgenes de la racionalidad. Sin embargo, esta visión sí que transmite su extrañeza y su angustia al lector y sentimos con el personaje (nada recomendable, por ello, en estados depresivos).
Novela iniciática, del descubrimiento, pero en sentido distinto: el inicio es casi el final; el descubrimiento es desolador. Tratándose de una novela escrita con veintipocos años ofrece una visión bastante compleja y madura de la realidad, si bien un poco sesgada o lateral, en donde se echa de menos la ironía, y un poco de sabiduría de la experiencia. Pero no hay que perder el punto de vista del personaje: transmite claramente la incertidumbre ante el mundo en los primeros pasos de un pensador, su instalación náufraga en una existencia ajena.
(Otro mérito innegable de la novela es de índole paraliteraria: el haber sido finalista del Herralde en el año en que lo ganó Los detectives salvajes de Bolaño, que no es mal competidor, según creo).
"Cansado de vivir, teniendo miedo a morir, semejante al bote perdido,
ResponderEliminarjuguete del flujo y del reflujo,
mi alma apareja para espantosos naufragios"
Paul Verlaine.
Los naufragios (no sé por qué..., bueno, sí sé por qué) son las cosas más literarias que pueden ocurrir.
Excelente crítica. Espero que la google alarma de Alberto Olmos le dé las voces como al sereno que se dormía en la cruz blanca de un barrio... "¡Sereno... que viene el día!